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Carmen Martín Gaite y José Ángel Valente

Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1988

Intervención de dña. Carmen Martín Gaite

Ya que el premio que hoy nos reúne aquí lleva el nombre del Príncipe de Asturias, y aprovechando la coyuntura de que él en persona nos acompañe, me parece de cajón elegirle como interlocutor de mis palabras, hablarle directamente a él, teniendo en cuenta que ésta de la dedicatoria es una cuestión fundamental para marcar el tono y el contenido de lo que se va a decir.

Pero en este caso las cosas se complican, porque no hablo sólo en mi nombre. Mi primera perplejidad cuando me comunicaron que era yo la encargada de hilvanar este discurso nació al darme cuenta de que tal encargo da al traste con los estilos que presidieron mi educación de chica de provincias y que llevo todavía bastante arraigados porque no los he vivido como un lastre. Dado que el Premio Príncipe de Asturias de las Letras lo comparto, y muy a gusto, con un escritor de mi generación, crecido como yo en los primeros años de la postguerra, lo que sería de esperar es que hablara el chico, y la chica quedara en un discreto segundo plano sorbiendo un gin-fizz y mirándole de reojo, de acuerdo con los esquemas educativos a que me refiero y que he analizado cumplidamente en mi ensayo Usos amorosos de la postguerra española. Yo a José Ángel Valente, si nos hubiésemos conocido en alguna de las romerías de la provincia de Orense que, sin saberlo, frecuentamos por los mismos años, nunca me habría atrevido a sacarlo a bailar. Hoy lo hago, aunque un poco cohibida, obedeciendo a instancias superiores, y espero que se deje llevar por mi ritmo. Lo he ensayado tanto en casa que espero que no haya ningún pisotón.

La segunda perplejidad surgió al imaginar una situación como la presente, que se vuelve insólita -ya lo he dicho- por la condición insólita del receptor de mis palabras, o sea que estoy dirigiéndome a un Príncipe.

Me di cuenta de que, entre los modelos literarios que podían ayudarme a prefigurar un discurso de esta índole, el que me resultaba más amable y menos encorsetado era el proporcionado por algunos cuentos de hadas -que Felipe de Borbón habrá leído en su infancia, como yo los leí en la mía-, donde el príncipe es un ser humano como los demás de la fábula, con sus contradicciones, esperanzas y miedos, ansioso de ver y aprender cosas nuevas, y que en muchos tramos del relato siente como un disfraz incómodo el manto de terciopelo con que el destino le carga. En los cuentos de hadas, donde las situaciones prodigiosas están tratadas como si fueran la cosa más natural y cotidiana, un príncipe se admite que pueda dialogar de igual a igual con ermitaños, leñadores, hechiceras, animales dotados de palabra sentenciosa y caminantes desharrapados que se lanzaron al mundo en busca de aventura y no llevan en el zurrón más que una manzana y un mendrugo de pan. Esta retórica de lo maravilloso ayuda a tejer sueños capaces de sacar al niño de un mundo que a veces le resulta duro de habitar y difícil de entender, ya sea por la falta de perspectivas a que le reduce su miseria, ya sea por el aislamiento a que le condena su instalación en el jardín encantado adonde difícilmente llegan los zarpazos de la realidad más abrupta.

En su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Bruno Bettelheim trata de demostrar que la asidua lectura de estos cuentos no solamente proporciona placer al niño, sino que le enseña a hacerse la pregunta sobre los problemas que se le presentan a lo largo de su lenta y vacilante conversión en adulto.

Para la ocasión presente, que -como tantas otras de cariz inesperado- no me ofrece más puerto de abrigo que el retorno a los mitos de mi infancia, me ha tentado más esta retórica de convertir en llano lo maravilloso que la de atenerme a convencionalismos impuestos por el protocolo oficial. Descarto, pues, la opción de emplear la empachosa oratoria del laureado que se deshace en ditirambos sobre los inmerecidos laureles que el príncipe le otorga, y prefiero dirigirme a Felipe de Borbón, si él me lo permite, de una forma más distendida, serena y también nostálgica, como le hablaría a cualquier joven de su edad. Entre otras cosas, porque creo que le resultará más entretenido.

Él es un niño español al que he ido viendo crecer, convertirse en adolescente y acceder a estudios superiores, mientras se producían los cambios políticos, diplomáticos y económicos que han transformado la situación española a lo largo de trece años, desde que su padre fuera elegido rey. Durante ese tiempo yo, sin dejar de ser espectadora puntual de esas mudanzas y víctima de las que fueron transformando mi vida personal, he continuado aferrada tercamente, como única tabla de salvación, a mi pluma estilográfica que heredé de mi padre y llenando cuadernos con la mejor letra posible, como en mis tiempos de escolar aplicada.

Esta fidelidad a una vocación -aunque el término "vocación" esté cada día más desprestigiado- es el solo privilegio que conservo de los muchos que la vida me ha arrebatado: la fe en la palabra y en el pensamiento. Y desde ese reducto -una especie de atalaya precaria y amenazada-, me atrevo a hablar al joven Felipe de Borbón, como si le lanzara un hilo de seda muy frágil, el único de que dispongo, para que lo recoja si lo tiene a bien.

Él se va a enfrentar con una sociedad supertecnológica, dominada por las máquinas y los medios de comunicación de masas, por la prisa y la violencia, por el afán desmedido de prosperidad material, una sociedad en el seno de cuyas aceleradas mutaciones se infiltra de forma cada vez más descarada la convicción de que todo es negociable y de que no obedecer más que al logos, como nos enseño Platón, es atenerse a una conducta anticuada y que no trae cuenta. Y sin embargo, yo solamente puedo aceptar el honor que hoy se me concede si lo considero un premio a mi perseverancia en esa conducta, por denostada que esté, la que se rige por la obediencia al logos, o sea la palabra. Y no me refiero solamente a la dada, sino también a la recibida.

Quien tiene pasión por la palabra y está abierto a ella recibe, tanto de los libros que ha leído como de las conversaciones que ha escuchado, un continuo acicate que le puede tentar a escribir, una especie de savia que le entra por todos los poros y lo encarrila hacia una expresión más eficaz y cuidadosa. Y en este sentido, aunque no pueda decir de forma diáfana cómo hemos aprendido a escribir, sí sabemos que ese misterioso aprendizaje, que se inició en la infancia, siempre se ha visto fomentado por los textos o discursos que nos proponían preguntas que por lo menos nos suministraban infalibles respuestas. ¿Para qué se escribe? Se escribe para lanzar al aire nuevas preguntas, para interrumpir los asertos ajenos, para tratar de entender mejor lo que no está tan claro como dicen. Para distanciarse de la realidad, mirarla como un espectador y convencerse de que nada es lo que parece. Un escritor, aunque haya vislumbrado la inconsistencia de su aportación personal e incluso el aumento de caos que puede suponer, escribe a pesar de todo. ¿Por qué? Porque cree que lo que él va a decir no lo ha dicho nadie todavía desde ese punto de vista. Puede tomarse como un vicio, como una arrogancia o como una defensa, que de todo tendrá.

Pero en cualquier caso, de acuerdo con la famosa frase de Unamuno "creer es crear", me parece que el de la escritura es fundamentalmente un asunto relacionado con la fe, no con el medro ni el negocio.

Y precisamente por ahí derivan las contradicciones de su aprendizaje. Porque, si bien es cierto que cuando nos iniciamos en su ejercicio tenemos mucha menos destreza en el "oficio", la fe y el entusiasmo suelen ser mucho mayores en la primera edad, cuando se inicia la aventura. A medida que van pasando los años y el escritor consigue un mayor o menor reconocimiento por parte del público, se ve forzado a confesarse muchas veces que la fe de los comienzos se le ha venido abajo, y que todo consiste en recuperarla, en revivirla. Si no lo consigue, corre el peligro de estarse metiendo por unos raíles demasiado cómodos, que le van a amortiguar cualquier sobresalto. Y en el fondo de su ser no es eso lo que busca ni lo que quiere.

El de la escritura es un aprendizaje que nunca se cierra,  sino que se está renovando y poniendo en cuestión cada vez que nos vemos frente a un papel en blanco. Un carpintero que ha construido una mesa sólida puede estar relativamente seguro de que ya ha aprendido a hacer mesas, pero a un escritor nadie le garantiza que, porque ha escrito un libro, el próximo que escriba tenga que ser mejor ni tan siquiera bueno.

Es verdad que, una vez alcanzada cierta etapa de su carrera, al escritor pueden ayudarle y servirle de ánimo las opiniones de los demás sobre el resultado de su obra. Pero no debe caer en el halagüeño espejismo de justificar y dar por bueno, en nombre de lo que hizo, todo lo que haga en adelante.

Quienes consideran el oficio de escribir como un camino donde las flores crecen por generación espontánea suelen encarecer la suerte que supone desempeñar un trabajo donde no tenemos por encima de nosotros a nadie que nos mande. Y eso efectivamente es verdad. Si no escribimos no pasa nada grave ni nadie nos riñe ni nos va a echar de la oficina. Pero también es verdad que no se trata de un negocio espectacular sino de una inversión lenta, que bien podría llevar por lema aquella máxima del Eclesiastés: "Echa tu pan a las aguas, que después de mucho tiempo, lo hallarás".

La tarea del escritor es una aventura solitaria y conlleva todos los titubeos, incertidumbres y sorpresas propios de cualquier aventura emprendida con entusiasmo. Pero en un mundo donde se huye cada vez más de la soledad, el escritor desconcierta como un nadador contra corriente, y de todas partes surgen brazos que le quieren anexionar a un determinado grupo y hacerle esclavo de sus normas y de sus reglas. Contra este peligro, no le queda al disidente más remedio que seguir aguantando en su reducto, a partir de cero, invocando aquella fe juvenil de la que hablaba.

Nadie lo ha dicho de forma más emocionante que Teresa de Jesús, cuya escritura ejemplifica ese camino emprendido partiendo de cero y cuya exploración pone en cuestión y en juego la propia vida. Para acometer esa tarea, que a ella se le planteaba como un combate, es menester según sus propias palabras:

"Una grande y determinada determinación de no parar hasta llegar, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera me muera en el camino, siquiera se hunda el mundo".

Ningún mensaje resumiría mejor que éste de la santa cuya festividad celebramos hoy, lo que yo le deseo al Príncipe en los umbrales de un mundo donde las vocaciones están supeditadas al negocio y donde empieza a valer todo, como en el rugby: que no pierda ni la fe en la palabra ni la determinada determinación.

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