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Óscar Arias

Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional 1988

Un llamado inmemorial

Nos congrega esta tarde, ante la ilustre presencia de Su Alteza Real el Príncipe, un llamado profundo, inmemorial, un llamado que es, al mismo tiempo, de la sangre y del espíritu. Asturias nos convoca a este pequeño grupo de hombres y mujeres a la mesa de los honores. Escuchamos en ese llamado el latido profundo del corazón de España, ese latido que anima, a través del tiempo y del espacio, a la comunidad de los pueblos iberoamericanos. Hay una raíz común que nos enlaza a los que estamos aquí con el silencioso campesino de los Andes, con el sabio que forja pensamientos en la soledad de las ciudades, y con la madre centroamericana que se angustia por falta de alimento para sus hijos.

Una historia de democracia, paz y libertad

Quiero, señoras y señores, agradecer este galardón que hoy me confiere España. Siento de nuevo, que se le reconoce a Costa Rica, en ese lauro, una historia de esfuerzo, de hermandad y de concordia. Siento que se le reconoce a mi patria una larga historia de democracia, de paz y libertad.

Es Costa Rica un país democrático, pacífico y libre, un santuario de los Derechos Humanos y de la fe en el hombre. Varios hechos han también contribuido a forjar nuestra nacionalidad: las elecciones democráticas a que nos habituó desde 1812 la Constitución de Cádiz; el espíritu republicano de nuestros próceres y de nuestros primeros Jefes de Estado; el acendrado apego del país a la educación desde el siglo XIX; el interés que en la libertad, la democracia y los derechos civiles y políticos pusieron desde los albores del siglo pasado nuestros liberales; las ideas de justicia social fueron haciéndose realidad desde principios de esta centuria... Muchos de estos factores son comunes en la historia de varios países latinoamericanos. Pero hay uno que es exclusivo de mi patria y quizás el más transcendental para el sistema democrático: la abolición del ejército. Fue ésta una decisión tomada desde la cumbre de la victoria, por un hombre que rechazó la tentación de hacer del ejército el medio para perpetuarse en el poder: José Figueres. En el gesto insólito de este hombre extraordinario se expresó de manera rotunda la vocación pacifista y democrática de nuestro pueblo.

El modo de ser de los costarricenses contribuye también a explicar nuestra tradición democrática. A través de los siglos se fue forjando en nuestros valles un hombre que creía en la labor del diálogo, respetuoso de las ideas ajenas, dispuesto a negociar en lugar de contender; un ciudadano preparado para vivir en libertad; un hombre que, dueño de su propio destino, emprendió el camino de la democracia.

En el corazón de los costarricenses

Nos orgullece que a escasos tres meses de haberse separado pacíficamente de la monarquía española, ya Costa Rica tenía su propia Constitución y un gobierno democráticamente elegido. Pero, más que ello, nos enorgullece saber que los principios de la democracia han calado en el corazón de los costarricenses. Las constituciones y las leyes no forjan, por sí solas, a las democracias; es necesario, primero, que exista en el pueblo el espíritu libre y democrático.

Ese espíritu democrático ha hecho que Costa Rica sea un país de paz. Ese espíritu nos ha permitido comprender que la discrepancia y el debate de las ideas ennoblece al hombre y que la intransigencia engendra violencia. Ese espíritu nos impulsa a defender el derecho de todo ser humano a expresar sin temor sus opiniones.

La abolición del ejército nos ha permitido dedicar más recursos a los servicios de salud, a la vivienda y a la educación. Las metas que hemos alcanzado en estos campos son comparables a las logradas por los países desarrollados. El costarricense se ha acostumbrado ha utilizar el sufragio como crisol de la democracia, y nuestros gobernantes a respetar la decisión soberana del pueblo. Nuestras armas son la urna y la papeleta, no el fusil ni la bayoneta.

Somos privilegiados

Costa Rica afronta aún serios problemas de pobreza y severas dificultades económicas. Pero aspira a resolver esos problemas en un clima de paz y libertad. La miseria, sin embargo, puede tornarse en germen de dictaduras, en semilla de totalitarismos. Por eso, debe desaparecer de los países pequeños tanto como de los grandes, no importa si afecta a un solo ser humano o a un millón de ellos. La abundancia y no la carestía debe presidir en todos los rincones de la tierra y en todos los pueblos del mundo el tercer milenio de la humanidad.

Los que estamos aquí, somos privilegiados, no sólo por el inmenso honor que se nos hace con el Premio Príncipe de Asturias, sino también porque el destino nos ha dado ocasión de servir, de una manera o de otra, a nuestros pueblos. Mientras millones de seres humanos que hablan nuestra lengua luchan por subsistir, nosotros hemos tenido oportunidad de luchar por ideales, en las fronteras del pensamiento, de la imaginación o de la acción política. Luchamos por los ideales de la libertad, la democracia, la paz y el desarrollo compartido.

Desarrollo y libertad

Desde cualquier ángulo que se mire, el desarrollo ha sido siempre una empresa del espíritu. Con la inspiración de las grandes ideas, de los sueños nobles, los hombres y las mujeres buscamos escalar más altas cumbres para las sociedades. Como empresa del espíritu, el desarrollo no puede aceptar el cautiverio. La libertad es su inseparable compañera. Buscaban libertad aquellos hombres que, con el Gran Almirante, se lanzaron al vasto océano en sus frágiles naves, abriendo así el primer capítulo de la más grandiosa empresa de desarrollo del segundo milenio. Buscaban libertad los valientes colonos que se internaron en las montañas de mi tierra, y también los indígenas que los combatieron, y los soldados criollos que lucharon por la independencia de nuestras naciones. El ansia de libertad está profundamente arraigada en todos nosotros.

La civilización occidental consiguió armonizar la libertad del hombre con el orden social. Desde la Grecia clásica, se llama democracia a la expresión de ese ideal. Libertario como es, alienta en el hombre iberoamericano una profunda vocación democrática. La institución primaria del municipio español, que los conquistadores trasladaron a América, llevaba el germen vivo de la moderna democracia. Municipio, Cabildo, Ayuntamiento: la expresión comunal de la voluntad popular ha subsistido, en España y en América, incluso bajo la bota brutal de la dictadura.

La potente semilla democrática, sembrada hace cuatro siglos y conservada celosamente en las pequeñas aldeas y en las ciudades, germina hoy y se multiplica en España y en casi todo el continente americano. Cada vez que en América o en la Madre Patria prevalece la voluntad popular; cada vez que un hombre expresa libremente sus ideas, que un soldado depone el arma o un preso político es liberado, todos triunfamos, y triunfan con nosotros el Cid Campeador, Bartolomé de Las Casas, Agustina de Aragón, Miguel Hidalgo, Simón Bolívar y José de San Martín.

Viejos recuerdos de identidad

La democracia despierta en nosotros viejos recuerdos de identidad: voces que resonaron en las Cortes de Cádiz; ideas y sentimientos que viven en los poemas de José Martí, de Rubén Darío y de Miguel Hernández; anhelos profundos que se expresan en la canción popular. Queremos democracia según nuestra propia idea del hombre y del desarrollo. Queremos democracia y desarrollo que preserven las cosas esenciales de nuestro modo de ser: los lazos familiares, la vida del espíritu, el amor por la belleza, el equilibrio entre el hombre y su medio natural. Las fuerzas ciegas de la historia siguen arreciando contra esos ideales. Quienes se creen poseedores absolutos de la verdad, o de la fuerza, siguen prevaleciendo en alguna de nuestras naciones. Pero estamos ganando la batalla. En toda Iberoamérica, estamos ganando la batalla por la libertad y por la democracia, con nuestros propios instrumentos, con nuestras propias concepciones, con la voluntad y la determinación de nuestros pueblos.

En algunos países esa lucha por la democracia es simultánea con la lucha por la paz. Con tristeza debemos reconocer que todavía subsisten en nuestro continente regímenes que oprimen al hombre y le niegan sus más justas ansias de paz y libertad. La democracia, la paz duradera, el desarrollo y los derechos del hombre son, en realidad, inseparables. Centroamérica vive rodeada de amenazas y agresiones, vive con el machete en la mano, con hambre en el estómago y odio en el corazón. No podemos responderle colocando más armas en las inocentes manos de jóvenes y niños. A esta Centroamérica debemos responderle con el aliento de la paz, la justicia y la democracia.

Una realidad de contrastes

Algunos miran a Centroamérica a través de un solo cristal. Piensan que la uniformidad caracteriza a los cinco países situados entre México y Panamá. Es ésta una apreciación errada. La realidad centroamericana es el contraste, la convivencia de realidades diferentes. Hay en Centroamérica democracias antiguas y democracias jóvenes; y hay en ella tierras donde aún no florece la democracia. Hay en Centroamérica pueblos que ejercen sus derechos civiles y políticos y trabajan por hacer mejorar sus economías; hay también pueblos en que se conculca la libertad y se sufre la miseria. Hay en Centroamérica brillo académico, pero también ignorancia y analfabetismo. Hay en Centroamérica salud y enfermedad. Pero en los cinco países del istmo hay también hombres y mujeres que anhelan un futuro promisorio; hombres y mujeres que desean para toda la región la democracia y la paz, el desarrollo y la justicia.

Centroamérica sangrante y mártir

Es difícil comprender por qué el clima de concordia no llega todavía a nuestra Centroamérica sangrante y mártir. Me he preguntado muchas veces por qué siguen abiertas las heridas, si el dolor es tan grande; por qué campea la intransigencia, si se anhela el diálogo, por qué no cesa la guerra, si la reconciliación ya no puede postergarse. En fin, por qué claman por la paz los mismos que tocan los tambores de la guerra; por qué tanta presteza a concurrir a ejercicios de muerte y tanta lentitud en la negociación.

Mis reflexiones vuelven a su punto de partida. No hay paz porque no hay reconciliación. No hay reconciliación porque no hay justicia. No hay justicia porque no hay misericordia. No hay misericordia porque no hay amor.

Tierra de esperanza

Pero Centroamérica no ha dejado de ser tierra de esperanza. Esa esperanza nos llevó a los presidentes de Guatemala, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica a suscribir el Plan de Paz hace ya catorce meses. Ese plan es la decisión de nuestros pueblos de acallar el grito de la armas, de emprender el diálogo entre hermanos y reiniciar con paso firme el camino de la democracia. Es la fuerza de la voluntad de miles y miles de víctimas de muchos años de terror y muerte, que clama por un día cuando el silbido de las aves sobrepuje al de las balas.

El difícil camino de la paz

No ha sido fácil andar este camino, ni lo será emprender el que nos queda por recorrer mañana. Hay muchos que esperan el fracaso del Plan de Paz. Sin embargo, cada día nos convencemos más y más que sin democracia y paz no habrá desarrollo. La guerra sólo traerá más desolación, más odios, más rencores y más muerte. La guerra aleja aún más la solución anhelada por nuestros pueblos.

Resulta paradójico que el renacer democrático de América Latina se dé, precisamente, en el momento en que la región sufre más el peso de la deuda externa, y cuando más se deterioran las condiciones de su intercambio comercial. La mayor amenaza a las frágiles democracias que emergen en nuestras naciones procede no sólo de fuerzas subversivas, sino también de las difíciles condiciones impuestas por acreedores interesados sólo en recuperar sus capitales. El pago de la deuda debe ajustarse de modo que permita el crecimiento de nuestras economías. Este es un imperativo para la supervivencia del régimen político que hemos ambicionado desde siempre.

La justicia y la comprensión son los únicos caminos hacia la paz duradera, no sólo en el seno de cada sociedad, sino también en el concierto de las naciones. La injusticia de las relaciones económicas es la alta muralla que impide el acercamiento de los Estados.

Debe cesar cuanto antes el injusto trato que se nos da en la consecución de los recursos financieros y materiales requeridos para el desarrollo. Muchos países industrializados lograron su desarrollo precisamente por la facilidad con que ayer extrajeron sus materias primas de nuestro continente. Con justicia, clamamos por una competencia leal en los precios de nuestros productos de exportación; competencia leal en el manejo de nuestra deuda externa, competencia leal en la transferencia de capital y de tecnología.

Unidos por la cultura

No podrá un país rico encontrar la tranquilidad espiritual a la par de uno pobre cuyo pueblo muere por el hambre y la violencia. Por eso no podemos desaprovechar ninguna ocasión para dialogar, para concretar intereses, para comprendernos cada vez mejor. Permítanme citar, a este propósito, las palabras de un ilustre costarricense, que iluminó durante más de cuarenta años a las mejores mentes de Iberoamérica, por medio de la revista Repertorio Americano. Ese insigne hijo de mi patria, Joaquín García Monge, dijo:

"Los hombres sólo se malquieren cuando no se conocen recíprocamente, o cuando sólo conocen sus respectivas debilidades. Pero cuando han llegado a penetrar en las intenciones del corazón y del pensamiento, y han adivinado sus virtudes, excelencias y talentos, de la admiración se pasa al afecto y a la amistad. Esto es, por el conocimiento se llega a la amistad, de hombre a hombre, de pueblo a pueblo [...]. Ese mutuo conocimiento de cuanto somos -y en mucho- esta generosa aspiración a ir juntos a la cita con nuestro común destino, nos hará invencibles. Estaremos unidos por la cultura, amasada con sangre y espíritu".

Si algo puede decirse de los pueblos iberoamericanos es que estamos unidos por la cultura, amasada con sangre y espíritu. La cercana celebración del quinto centenario del encuentro de dos mundos, el de Moctezuma y el de Carlos I, El de Atahualpa y el de Felipe II, es una formidable oportunidad para que pongamos en primer plano, españoles e iberoamericanos, nuestra cita común con el destino.

Signos de aliento

Hasta 1992, y de allí en adelante, debemos concentrarnos en unir lo que ha estado desunido. Así se nos abrirán las puertas del futuro. Al igual que el Gran Almirante, en 1492, tenemos en nuestro horizonte signos de aliento. Los progresos de la democracia en América Latina y el desarrollo de nuevas formas de cooperación iberoamericana, en el campo de la ciencia y la tecnología, en el comercio, en la cultura y también en la política, todo apunta hacia una nueva era. Hacia una nueva era en que la comunidad democrática, laboriosa y creativa, pronunciará, unida su palabra y su verdad, en la gloriosa lengua de Cervantes, entre todos los pueblos de la Tierra.

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