Premios Príncipe de Asturias 1981–2014. Discursos - page 202

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noviembre
de
1994
parte menores de cinco años, mueren anualmente. Contra esta tragedia se enfrenta la vacuna, eficaz
y económica, lograda por el doctor Patarroyo y su equipo.
Se erigen así en un modelo de entrega desinteresada y generosa a la humanidad y hacen honor
a aquella afirmación de la Grecia clásica que dice que si es apetecible buscar el propio bien es más
hermoso y excelso procurar el de los demás. La admiración que despierta esta magnífica obra en
todo el mundo y de manera especial en su patria quedó reflejada en la declaración, llena de gene-
rosidad, que hizo su compatriota, el premio Nobel Gabriel García Márquez, cuya presencia en este
acto nos honra. Cuando conoció la noticia de la concesión de este galardón al doctor Patarroyo,
dijo que era el más merecido que se había dado en la historia de Colombia.
Alicia de Larrocha, Premio Príncipe de Asturias de las Artes, encarna el modelo del artista con-
sagrado al servicio de su arte y, por lógica extensión, a la cultura y la espiritualidad humanas. Su
vida es tan discreta como universal es su fama de gran pianista. La norma de modestia que impreg-
na sus actos y gestos coexiste con uno de los más largos y sólidos prestigios de la interpretación
musical contemporánea. Solicitada por los públicos más dispares, el trance viajero de su existencia
desemboca siempre en el permanente retorno a las raíces españolas. Desde ellas, como maestra
indiscutida, ha sabido proyectar inspiración y escuela en su revisión personal de los compositores
europeos, clásicos y románticos. Hace más de cincuenta años que sus compatriotas gozamos de ese
arte superior, especialmente complacidos en su inequívoca sustancia española y en la naturalidad
con que ella sabe hacerse amar por todos los auditorios del mundo.
Por esa universalidad, Alicia de Larrocha representa de un modo inequívoco lo mejor de la
muy querida Cataluña, a la que su gran poeta Joan Maragall veía como hija de la montaña y del
mar, de un pastor y una sirena, en una España con canciones distintas y enlazadas todas en un
único canto.
Un grupo de misioneros y misioneras apóstoles y testigos de su fe, desplazados en Ruanda y
Burundi, han provocado la corriente de solidaridad más generosa y conmovedora que se haya
conocido en muchos años. Encarnan en esta hora un tipo de humanismo desinteresado y lleno de
riesgos que, a veces, con desolación, suponemos perdido. Su duro caminar compartiendo lo que
tienen con los que no tienen nada nos enseña que es posible un mundo guiado por la primacía de
la solidaridad. Ellos son los galardonados con el Premio Prínci-
pe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Desde el humilde hospital de Kibuye, en el corazón de Áfri-
ca, la voz angustiada y valerosa de una hermana misionera,
Pilar Díez Espelosín, transmitida por teléfono, en directo y a
través de la radio, alertaba al mundo en las mañanas del pasado
mes de abril del genocidio que se estaba produciendo en Ruan-
da, haciendo reverdecer la advertencia de Albert Camus de que
no hay ya un solo sufrimiento aislado, una sola tortura en este
mundo que no repercuta en nuestra vida cotidiana.
Los fanatismos raciales, que están en el origen de la tragedia
en Ruanda, junto con los ideológicos, los religiosos o los del na-
cionalismo extremista, están llevando la guerra a extensas áreas de nuestro planeta. Los resultados
de estos conflictos son desoladores, pues, a la vez que causan centenares de víctimas inocentes,
impiden el valioso y enriquecedor pluralismo de las culturas y la legítima defensa de la identidad
de los pueblos, que solo puede florecer dentro de la convivencia pacífica, enlazando las diferencias
por la concordia y las ideas opuestas por la tolerancia.
Se ha querido reconocer con este premio, al mismo tiempo, la inmensa tarea desarrollada en
todo el mundo por tantos y tantos misioneras y misioneros que, desde la fortaleza de su fe, su
compasión y la alegría de obrar bien, son capaces de vivir y hasta de morir por los demás, como lo
han demostrado recientemente dos hermanas, Esther Paniagua Alonso y María Alvarez Martín,
asesinadas en Argelia.
Nuestras misioneras y misioneros nos traen el consuelo de que nunca estaremos solos en la
«El abandono, la coacción y la violencia que
todavía se ejerce sobre la infancia en muchos
lugares del planeta indican un grado de
abyección que no quisiéramos ver más entre
los humanos.»
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