Premios Príncipe de Asturias 1981–2014. Discursos - page 468

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O
viedo
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eatro
C
ampoamor
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de
octubre
de
2011
Ustedes saben de mi profunda conexión y confraternización con el poeta Federico García Lorca.
Puedo decir que cuando era joven, un adolescente, y buscaba una voz en mí, estudié a los poetas
ingleses y conocí bien su obra y copié sus estilos, pero no encontraba mi voz. Solamente cuando
leí, aunque traducidas, las obras de Federico García Lorca, comprendí que tenía una voz. No es
que haya copiado su voz, yo no me atrevería a hacer eso. Pero me dio permiso para encontrar
una voz, para ubicar una voz, es decir, para ubicar el yo, un yo que no está del todo terminado,
que lucha por su propia existencia. Y conforme me iba haciendo mayor comprendí que con esa
voz venían enseñanzas. ¿Qué enseñanzas eran esas? Nunca lamentarnos gratuitamente. Y si uno
quiere expresar la grande e inevitable derrota que nos espera a todos, tiene que hacerlo dentro
de los límites estrictos de la dignidad y de la belleza.Y entonces ya tenía una voz, pero no tenía el
instrumento para expresarla, no tenía una canción.
Y ahora voy a contarles muy brevemente la historia de cómo conseguí mi canción.
Porque era un guitarrista mediocre, aporreaba la guitarra, solo sabía unos cuantos acordes. Me
sentaba con mis amigos, mis colegas, bebiendo y cantando canciones, pero en mil años nunca me
vi a mí mismo como músico o como cantante. Pero un día, a principios de los 60, estaba de visita
en casa de mi madre en Montreal. Su casa está junto a un parque y en el parque hay una pista de
tenis y allí va mucha gente a ver a los jóvenes tenistas disfrutar de su deporte. Fui a ese parque, que
conocía de mi infancia, y había un joven tocando la guitarra. Tocaba una guitarra flamenca y estaba
rodeado de dos o tres chicas y chicos que le escuchaban. Y me encantó cómo tocaba. Había algo en
su manera de tocar que me cautivó. Yo quería tocar así y sabía que nunca sería capaz. Así que me
senté allí un rato con los que le escuchaban y cuando se hizo un silencio, un silencio apropiado, le
pregunté si me daría clases de guitarra. Era un joven de España, y solo podíamos entendernos en
un poquito de francés, él no hablaba inglés. Y accedió a darme clases de guitarra. Le señalé la casa
de mi madre, que se veía desde las pistas de tenis, quedamos y establecimos el precio de las clases.
Vino a casa de mi madre al día siguiente y dijo: «Déjame oírte tocar algo». Yo intenté tocar algo,
y él dijo: «No tienes ni idea de cómo tocar, ¿verdad?». Yo le dije: «No, la verdad es que no sé tocar».
«En primer lugar déjame que afine la guitarra, porque está desafinada», dijo él. Cogió la guitarra
y la afinó. Y dijo: «No es una mala guitarra». No era la Conde, pero no era una guitarra mala. Me
la devolvió y dijo: «Toca ahora». No pude tocar mejor, la verdad. Me dijo: «Deja que te enseñe
algunos acordes». Y cogió la guitarra y produjo un sonido con aquella guitarra que yo jamás había
oído. Y tocó una secuencia de acordes en trémolo, y dijo: «Ahora hazlo tú». Yo respondí: «No hay
duda alguna de que no sé hacerlo». Y él dijo: «Déjame que ponga tus dedos en los trastes», y lo hizo
«y ahora toca», volvió a decir. Fue un desastre. «Volveré mañana», me dijo. Volvió al día siguiente,
me puso las manos en la guitarra, la colocó en mi regazo, de manera adecuada, y empecé otra
vez con esos seis acordes —una progresión de seis acordes en la que se basan muchas canciones
flamencas—. Lo hice un poco mejor ese día. Al tercer día la cosa, de alguna manera, mejoró. Yo
ya sabía los acordes. Y sabía que aunque no podía coordinar los dedos para producir el trémolo
correcto, conocía los acordes, los sabía muy, muy bien. Al día siguiente no vino, él no vino. Yo tenía
el número de la pensión en la que se hospedaba en Montreal. Llamé por teléfono para ver por qué
no había venido a la cita y me dijeron que se había quitado la vida, que se había suicidado. Yo no
sabía nada de aquel hombre. No sabía de qué parte de España procedía. Desconocía por qué había
venido a Montreal, por qué se quedó allí. No sabía por qué estaba en aquella pista de tenis. No tenía
ni idea de por qué se había quitado la vida. Estaba muy triste, evidentemente.
Pero ahora desvelo algo que nunca había contado en público. Esos seis acordes, esa pauta de
sonido de la guitarra han sido la base de todas mis canciones y de toda mi música. Y ahora podrán
comenzar a entender las dimensiones de mi gratitud a este país.
Todo lo que han encontrado de bueno en mi trabajo, en mi obra, viene de este lugar. Todo lo
que ustedes han encontrado de bueno en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta
tierra.
Leonard Cohen
Premio Príncipe de
Asturias de las Letras
2011
Fragmento del discurso ofrecido
con motivo de la entrega del Premio
Príncipe de Asturias de las Letras el
21/10/2011.
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