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Discursos  

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Discurso de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias durante la ceremonia de los Premios Príncipe de Asturias 1994.

Regresar al Principado de Asturias y a Oviedo, su milenaria capital acogedor recinto de espléndidas aventuras de la creación y de la inteligencia, para entregar los galardones que llevan mi nombre, me conmueve y me llena de alegría.

La emoción con la que estamos viviendo esta ceremonia arranca desde lo más íntimo de los mejores sentimientos humanos, pues quienes han recibido nuestros premios han llevado armonía allá donde había discordia, esperanza donde había desesperación, ciencia donde había oscuridad, ilusión donde había desánimo. Otros nos acercaron con su imaginación y su arte al mundo maravilloso de la belleza, o nos deslumbraron con sus hazañas deportivas.

De todos ellos se podrá decir siempre, como en un conmovedor verso, que su corazón no ha latido en vano.

Agradezco muy profundamente a los jurados que los han elegido las altas miras con que han desarrollado su delicada tarea y la sensibilidad con que han sabido captar el espíritu y las metas de nuestros galardones.

En este momento de gratitudes, quiero referirme un año más a quienes también contribuyen de manera decisiva al engrandecimiento de la Fundación: sus patronos y las autoridades del Principado, entre las que quiero señalar de manera especial a su Presidente y al Alcalde de esta ciudad. Estoy seguro de que seguiremos teniendo su ayuda para afrontar los nuevos retos que nuestra institución habrá de acometer en los próximos años.

Finalmente mi gratitud también para los medios de comunicación, tantas veces aliento de las mejores conquistas de nuestra sociedad. Con generosidad y eficacia nos ayudan a difundir el mensaje de nuestros galardones.

Aurelio Menéndez, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, es un digno heredero de aquella Universidad de Oviedo en la que, en el tránsito del siglo pasado a éste, un grupo de insignes profesores propugnó y logró una renovación de la docencia y una presencia extraordinariamente fructífera en la sociedad española, pues soñaron para España una Universidad guiada por la primacía del mérito, innovadora y abierta.

La labor del profesor Menéndez como maestro del Derecho Mercantil ha sido extraordinaria, y sin su obra, que tiene como norte la defensa de los derechos humanos, no se podría explicar el progreso y la renovación de esta disciplina.

En él se da la circunstancia de haber sido un eficaz coordinador de mis estudios universitarios. Al agradecerle públicamente sus consejos y su generosa dedicación al perfeccionamiento de mi formación, quiero recordar con especial cariño y gratitud, cuando estoy en la recta final de mis estudios, a todos mis maestros y profesores.

Han querido inculcar en mí, el amor por el conocimiento y la belleza, y la bondad de la tolerancia, de la justicia y del espíritu creador de la libertad. Me enseñaron también que lo importante es el saber que progresa, es decir, la cultura, la huella que el saber va dejando en el alma con el estudio y la formación continuados.

Desde la profunda convicción de que los países en vías de desarrollo han de enfrentarse, incluso en solitario, a sus propios problemas, el doctor Manuel Elkin Patarroyo, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, logró, con escasísimos medios y con un equipo de abnegados y entusiastas colaboradores, una vacuna sintética que está revolucionando la lucha contra la malaria.

De la magnitud y la trascendencia de su descubrimiento dan fe los datos más recientes publicados por la Organización Mundial de la Salud, según los cuales la malaria afecta a entre 200 y 400 millones de personas, y como consecuencia directa de la infección, tres millones de niños, la mayor parte menores de cinco años, mueren anualmente. Contra esta tragedia se enfrenta la vacuna, eficaz y económica, lograda por el doctor Patarroyo y su equipo.

Se erigen así en un modelo de entrega desinteresada y generosa a la Humanidad, y hacen honor a aquella afirmación de la Grecia clásica que dice que si es apetecible buscar el propio bien es más hermoso y excelso procurar el de los demás. La admiración que despierta esta magnífica obra en todo el mundo y de manera especial en su patria quedó reflejada en la declaración, llena de generosidad, que hizo su compatriota, el Premio Nobel Gabriel García Márquez, cuya presencia en este acto nos honra. Cuando conoció la noticia de la concesión de este galardón al doctor Patarroyo, dijo que era el más merecido que se había dado en la historia de Colombia.

Alicia de Larrocha, Premio Príncipe de Asturias de las Artes, encarna el modelo del artista consagrado al servicio de su arte y, por lógica extensión, a la cultura y la espiritualidad humanas. Su vida es tan discreta como universal es su fama de gran pianista. La norma de modestia que impregna sus actos y gestos coexiste con uno de los más largos y sólidos prestigios de la interpretación musical contemporánea. Solicitada por los públicos más dispares, el trance viajero de su existencia desemboca siempre en el permanente retorno a las raíces españolas. Desde ellas, como maestra indiscutida, ha sabido proyectar inspiración y escuela en su revisión personal de los compositores europeos, clásicos y románticos. Hace más de cincuenta años que sus compatriotas gozamos de ese arte superior, especialmente complacidos en su inequívoca sustancia española y en la naturalidad con que ella sabe hacerse amar por todos los auditorios del mundo.

Por esta universalidad, Alicia de Larrocha representa de un modo inequívoco lo mejor de la muy querida Cataluña, a la que su gran poeta Joan Maragall veía como hija de la montaña y del mar, de un pastor y una sirena, en una España con canciones distintas y enlazadas todas en un único canto.

Un grupo de misioneros y misioneras apóstoles y testigos de su fe, desplazados en Ruanda y Burundi, han provocado la corriente de solidaridad más generosa y conmovedora que se haya conocido en muchos años.

Encarnan en esta hora un tipo de humanismo desinteresado y lleno de riesgos que, a veces, con desolación, suponemos perdido. Su duro caminar compartiendo lo que tienen con los que no tienen nada nos enseña que es posible un mundo guiado por la primacía de la solidaridad. Ellos son los galardonados con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.

Desde el humilde hospital de Kibuye, en el corazón de África, la voz angustiada y valerosa de una hermana misionera, Pilar Díez Espelosín, transmitida por teléfono, en directo y a través de la radio, alertaba al mundo en las mañanas del pasado mes de abril del genocidio que se estaba produciendo en Ruanda, haciendo reverdecer la advertencia de Albert Camus de que no hay ya un solo sufrimiento aislado, una sola tortura en este mundo que no repercuta en nuestra vida cotidiana.

Los fanatismos raciales, que están en el origen de la tragedia de Ruanda, junto con los ideológicos, los religiosos o los del nacionalismo extremista, están llevando la guerra a extensas áreas de nuestro planeta. Los resultados de estos conflictos son desoladores, pues, a la vez que causan centenares de miles de víctimas inocentes, impiden el valioso y enriquecedor pluralismo de las culturas y la legítima defensa de la identidad de los pueblos, que sólo pueden florecer dentro de la convivencia pacífica, enlazando las diferencias por la concordia y las ideas opuestas por la tolerancia.

Se ha querido reconocer con este premio, al mismo tiempo, la inmensa tarea desarrollada en todo el mundo por tantos y tantos misioneras y misioneros que, desde la fortaleza de su fe, su compasión y la alegría de obrar bien, son capaces de vivir y hasta de morir por los demás, como lo han demostrado recientemente dos hermanas, Esther Paniagua Alonso y María Alvarez Martín, asesinadas en Argelia.

Nuestros misioneras y misioneros nos traen el consuelo de que nunca estaremos solos en la lucha contra la marginación, las desigualdades sociales, la ignorancia, la enfermedad o el miedo.

Su testimonio de sacrificio, austeridad y pobreza nos recuerda también que la riqueza no es un fin en sí mismo: debe estar subordinada a principios más altos y solidarios y comprometida decididamente en la lucha contra lacras sociales que nos llenan de angustia y dolor, como el paro.

El Jurado ha mencionado, con toda justicia, la inmensa y abnegada labor de los cooperantes laicos. Algunos de ellos ya recibieron en 1992 nuestro reconocimiento, mediante la concesión del Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, conjuntamente, a Médicos sin Fronteras y a Médicus Mundi.

Un escritor, maestro e inventor de caminos, cosmopolita, testimonial y lírico, Carlos Fuentes, es el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de este año. Su narrativa es permeable a los más variados temas. En ella, razas, conmociones sociales, libertades, poderes y, siempre, la realidad a la vez fecunda y compleja de su propio país, México, trascienden con una decidida vocación de ser vehículo de unión entre las culturas de las dos orillas del Atlántico. Considerado ya un clásico, su obra es una de las más innovadoras y deslumbrantes de nuestro tiempo.

Fuentes ha ensanchado el sentido de nuestra lengua en sus grandes novelas. Las más reales vivencias se evocan y se reconstruyen en sus páginas. Vivencias que luego acaban fraguando de una manera admirable, a veces monumental, por su extraordinaria riqueza verbal y por sus dimensiones. Y todo ello expresado de forma única en una lengua que une a tantas naciones por esa fraternidad misteriosa y entrañable que crea el hecho de llamar desde niños las mismas cosas con los mismos nombres.

Carlos Fuentes también ha dialogado con nuestro Miguel de Cervantes y ha hecho suya la honestidad y el empeño del que fuera su inmortal personaje, Don Quijote. Como el madrugador y audaz hidalgo, no renuncia a comprometerse en aquellos momentos o acontecimientos en los que peligra la justicia, la libertad y la dignidad de los seres humanos.

Pocos fenómenos sociales han adquirido la importancia y la dimensión que tiene el deporte. Su seguimiento por los jóvenes -y sobre todo su práctica- constituyen cauces pacíficos y seguros frente a otras tendencias sociales que llevan consigo el vacío, la dispersión o el peligro.

Los jóvenes buscamos y encontramos hoy en el deporte un complemento ideal de vida. Nos llena, por ello, de satisfacción que los Premios Príncipe de Asturias reconozcan los mejores ejemplos que mundialmente se dan en este campo.

Este año se distingue a un deporte -el tenis- que por su carácter individual y por su gran exigencia representa a la voluntad y al esfuerzo humano llevados al límite, como simboliza la figura y la carrera profesional de Martina Navratilova, Premio Príncipe de Asturias de los Deportes en esta edición. A su tenacidad bien pudo referirse el poeta griego cuando, al ensalzar el triunfo de los antiguos vencedores, decía que éste se debía "al esfuerzo de adaptar siempre el ánimo a las vicisitudes de la fortuna". Las pruebas y dificultades que tuvo que superar, el carisma, una fuerte personalidad, el altruismo, han hecho ya de esta deportista un mito en vida.

Atentos a lo actual y a la noticia del momento podíamos pensar que la tragedia humana, y en particular la de los niños, sólo se circunscribe a episodios como los de Ruanda o los de la antigua Yugoslavia. Desgraciadamente sabemos que no es así por lo que es muy significativo que el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia de este año recuerde a otros niños que también sufren y saben de privaciones en otros lugares del planeta. Niños que han merecido la atención y la entrega de asociaciones no gubernamentales como Save the Children, el Movimiento Nacional dos Meninos e Meninas de Rua y los Mensajeros de la Paz. El Premio reconoce en ellas una labor de lucha contra el desposeimiento y el dolor de los más inocentes, ensanchando así la atención humanista y moral que queremos para nuestros galardones.

El abandono, la coacción y la violencia que todavía se ejerce sobre la infancia en muchos lugares del planeta indican un grado de abyección que no quisiéramos ver más entre los humanos. Esta entrega a los niños, tan desprendida y generosa, de las asociaciones galardonadas con el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia también nos traen la esperanza de un mundo mejor, más justo y, sobre todo, sin tanto dolor.

Un proverbio de Sefarad -aquella España que quiso ser regazo de la armonía y de la convivencia entre árabes, judíos y cristianos-, que habla de austeridad y de prudencia, dice que la flor más poderosa nace, crece y vive en la sombra. Así, al amparo de la discreción, sembraron el olivo de la paz estos dos excepcionales hombres que hoy homenajeamos al hacerles entrega del Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional. Son el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yaser Arafat, y el primer ministro de Israel, Isaac Rabin, dos personalidades históricas que han tenido la valentía de atravesar el desierto de la guerra para llegar a la tierra prometida de la paz.

Creo en el sol, aunque no brille.
Creo en el amor, aunque yo no lo sienta.
Creo en Dios, aunque no pueda verlo.

Con la misma esperanza y fe con que fueron escritos estos luminosos versos en un muro del gueto de Varsovia en unos momentos trágicos para el pueblo judío, hacemos votos por el éxito de la paz de los valientes firmada por el presidente Arafat y el primer ministro Isaac Rabin, cuyo primer paso ante la comunidad internacional se dió en nuestro país en el año 1991, al celebrarse en Madrid la Conferencia Internacional de la Paz en Oriente Próximo. Un paso decisivo y revolucionario -como señaló Su Majestad el Rey en su discursó ante el parlamento de Israel- pues por primera vez se abandonó la dinámica de la confrontación y se realizó una apuesta en favor de la negociación como vía para resolver los problemas.

Señor presidente, señor primer ministro: somos conscientes de las enormes dificultades a las que se enfrenta el proceso de paz iniciado, pues, al tiempo que se da el definitivo adiós a las armas y se conquista la armonía, es urgente activar la cooperación y la ayuda para la reconstrucción material de territorios enteros de Palestina. Con el objetivo de que todos los hombres y mujeres que habitan en Oriente Medio vean transformarse su fe y su esperanza, junto con las de la comunidad internacional, en compromiso firme; de manera que confíen en el proceso de paz y cooperación como el que mejor va a servir sus deseos de bienestar y progreso.

Por todo ello, desde lo más hondo de nuestro corazón, queremos que se haga realidad en todos los hogares de vuestras patrias, tan queridas por los españoles, esta bellísima plegaria: "Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado".

Shalom. Salam. Paz.
Muchas gracias.

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