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Nélida Piñón

Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2005

Majestad,
Alteza Real,
Señor Presidente y Señores de la Fundación Príncipe de Asturias,
Señor Presidente y Señores miembros del Jurado de este Premio,
Señoras y Señores galardonados con el Premio Príncipe de Asturias,
Señoras y Señores

Procedo del Brasil y reverencio la majestad de la lengua portuguesa. En este idioma saludo a Dios y a los hombres. Mi letanía diaria es celebrar las leyendas de mi casa gallega, de mi país, de toda la tierra que aspiro a conocer. La condición humana me obliga a retornar siempre a los lugares de donde partí, aunque jamás los hubiera visitado.

Mi repertorio está compuesto de memorias del mundo. En compañía de todos, sin exclusión, conmemoro las emociones que me ciegan y me permiten reconocer el precipicio humano.

Como todos, soy múltiple en mi humanidad. Nunca me resigné a ser una única criatura. Arrastro conmigo una genealogía que apenas si sé ya de qué criaturas y etnias se forjó.

Asumo mi modestia y agradezco a los genios que me dieron razones para proseguir. Acojo en el corazón a los que me infiltraron la incredulidad indispensable para tener fe. A los aedos, los amautas, los chamanes, a Homero, a Cervantes, a Shakespeare, a Camões, a Machado de Assis. A los seres de la ilusión y de la oralidad. Yo les rindo culto y ellos me deben la inmortalidad. Todos los muertos están en deuda con mi especie, que enaltece el ingenio humano y cree que el arte es voraz cuando retrata esta nuestra sustancia corporal, capaz de triturar y soñar al mismo tiempo.

Lo que yo haga de mí ya no permite enmiendas. No estoy autorizada a renunciar a un saber que me despierta la compasión y me enseña a bañar el cuerpo ajeno con el bálsamo de la esperanza.

El desfile de la vida, que es carnívora y transitoria, no ahuyentó la fantasía sustentada por las volutas de las catedrales, por el delirio musical de la muerte y transfiguración de Isolda, por los filtros del amor y del desespero de las Américas, por la "sinrazón" irónica del Quijote.

La imaginación de los seres, en su continuo respirar, es una conmovedora secuencia narrativa. Es la carta de las grandes navegaciones a cielo abierto. Nos hace cómplices de todas las culturas, de todos los siglos, de sentimientos soterrados o a flor de piel. Nos induce a restaurar las ruinas arqueológicas, en el ansia de escenificar el paraíso perdido.

En nuestra condición de errantes goliardos, empuñamos el verbo y la lujuria, experimentamos el sabor de las lenguas de Babel, esa argamasa poética que se ubica en la franja entre lo sagrado y lo profano. Confiados siempre en que la quimera está al alcance de todos. Y aunque la modernidad se burle de la credulidad, el sueño irradia el placer de la carne y del espíritu.

El sol de las Américas, no obstante, es bienhechor. Una metáfora que antecede al discurso del mestizaje, y lo ampara. En este feudo americano estamos hechos de las sobras humanas. A lo largo de sus cantos fúnebres y epifánicos se depositó en la palabra la centella de la poesía, la visión transformadora que expresa el palimpsesto de nuestros rostros y recoge el pasado y los días por venir.

En algún lugar de este cuerpo iberoamericano se resguarda el recuerdo de los pueblos oriundos de castas monoteístas y panteístas. De herencia griega, latina, ibérica, árabe, indígena, africana, su cultura, fáustica y dispersa, traduce una singular manera de relacionarse con el mundo, de lanzarse a alegorías exaltadas, de sumergirse en las utopías que otrora traicionaron a tantas generaciones. De interrogar pensamiento y acción, enigmas y el poliedro de la luz, las nociones lacerantes de la pasión desmedida.

También yo, circunscrita a la seducción universal, sólo supero los dominios de mi ser al cuestionar de qué ancestralidad se forma mi psique, que llora ante el recuerdo de Príamo, rey de Troya, arrodillado frente a Aquiles, suplicándole la devolución de los despojos mortales de Héctor, el hijo amado. Este simple hecho asegurándome que, gracias a la liberalidad del conocimiento, me modernizo, me atrevo a la exégesis, pleiteo rastros híbridos que me proyectan a tiempos inmemoriales.

Así pues, como fruto de este caos civilizador ostento la máscara trágica de Agamenón y el coraje cívico de Antígona. Seres emblemáticos, ellos circulan por la conciencia moderna. Y, bajo el arbitrio de tales memorias, libero las amarras de la sangre y de la intolerancia, defiendo la antropofagia cultural que mastica los productos humanos y las especias del corazón. Como la sal y los humores, los licores y el arrebato amoroso, los tubérculos y las ideas exacerbadas. El humus, en fin, de la invención del arte y del cotidiano.

El Brasil, a donde ustedes fueron a buscarme, se rodea de marcas que le confieren una dimensión simbólica. Herederos de la peregrina aventura de los pueblos que ahí llegaron, surgen allí poetas de sus propias sagas, héroes de sí mismos, narradores. Bajo el alborozo de la carne, en su suelo mítico se hincaron banderas, hábitos, historias, la lengua lusa y las apasionadas demencias de la condición humana. La realidad, que oscila entre el carnaval y la melancolía, el fluir del melodrama y el escarnio, el optimismo y el cinismo, la turbulencia y la cordialidad, atenaza nuestro instinto civilizador con una substancia poética que ilumina lo cotidiano, por más que sea éste tantas veces injusto y miserable.

Cierto es que vivimos distantes del epicentro cosmopolita, pero también somos partícipes de los sinos y las aventuras contemporáneas. Con igual severidad, registramos la apología del mal en nombre de la salvaguardia del alma, la ascensión de la barbarie, la creciente palidez de los tan amenazados principios humanísticos. En el ansia, sin embargo, de fertilizar el presente y tornarlo más solidario, expresamos nuestra inconformidad con un orden que, bajo el pretexto de defender falsas premisas, inmola inocentes, bendice la abundancia para algunos a cambio del sacrificio de la mayoría.

Nos batimos contra aquellos profetas que, esgrimiendo el sentimiento de la inmortalidad, de la insensatez, de la intolerancia, desprecian la alteridad, expurgan al opositor, aíslan a los que amenazan empobrecer, rechazan las diferencias étnicas, lingüísticas, estéticas, teológicas. Como si, habiéndoseles dado el privilegio de inaugurar una sociedad a su medida, no respetaran el estatuto de la vida.

En esta época nuestra, el escepticismo y la indiferencia se otorgan robustas credenciales, como si fuera de su esencia moral descalificar cualquier acto que se empeñe en superar la distancia que nos separa del prójimo.

La materia del arte, no obstante, resiste las crisis que asolan las civilizaciones y rechaza acuerdos previos para existir. A fin de cuentas, hecho de asombros, el arte nace de nuestro humanismo. Es perenne, así siembre angustias y discordias.

También Iberoamérica siente atracción por la perplejidad, por la magnitud de lo real, por el redimensionamiento de la imaginación, tiene apetito por el ilusorio arte de narrar.
Ante la vastedad del continente, todo en este discurso americano actualiza la realidad, busca dar palabra al pensamiento, hace hablar al corazón. El soplo de la epopeya rastrea la substancia arqueológica de su fabulación.

Y son estos andamios fundacionales de su literatura los que expresan la tradición del ahora y del futuro. Impulsa una escritura insubordinada que sobrepasa lo meramente mimético. Y que, a pesar de los caprichos de la modernidad, abarca la verdad narrativa que se funde con el misterio de la invención.

Pero, como escritora brasileña, huelo la brisa de la floresta y del mar, los códigos de mi identidad. Nada en mí borra el camino de regreso al lar brasileño. Aprendí, niña aún, cierto día lluvioso de noviembre en el puerto de Vigo, a amar a España, patria de mi génesis. De aquí, oriunda de Cotobade, mi grey gallega echó raíces profundas en el Brasil. Un país que me dio a mis padres, Lino y Carmen, la familia, los amigos, las instancias amorosas, la lengua lusa, nuestros escritores, los desconocidos que me abrazan de manera desprendida.

Estoy agradecida por la generosidad con que España trata a mi corazón. Doy gracias a los jurados que me concedieron este galardón. Doy gracias, sí, a este magnífico premio Príncipe de Asturias que hoy recibo acompañada de estos seres notables que, conmigo, agradecen al unísono tal distinción. Aquí, reunidos ante nosotros, son ellos orgullo de la especie humana. Me conmuevo con ellos, con todos los presentes, en especial, y aunque esté ausente la Princesa, con los Príncipes de Asturias que, en este radiante momento de sus vidas, aquí nos acompañan.

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