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Revista Vuelta Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 1993
Intervención de D. Octavio Paz
Señora,
Su Alteza Real,
Señoras y Señores:
Se me ha encargado una tarea que es, al mismo tiempo, agradable en extremo y en extremo difícil: dar las gracias, en nombre de las personas y agrupaciones premiadas este año, a su Alteza Real, a la Fundación Príncipe de Asturias y a los distinguidos miembros de los jurados que han otorgado los premios. La tarea es agradable porque agradecer ennoblece tanto al que manifiesta su gratitud como al que la recibe. Si premiar es descubrir en otro una cualidad que reclama nuestro reconocimiento, la gratitud humaniza ese reconocimiento a través de un gesto de reciprocidad: agradecer es premiar al que nos premia. Pero la tarea que se me ha encomendado es difícil porque sé que no basta con la gratitud, por más sincera y profunda que sea; este acto no es únicamente una ceremonia ni puede reducirse a una mera efusión sentimental. Por una parte, ¿cómo hablar con autoridad y competencia en nombre de las destacadas personalidades que han sido agraciadas en 1993 con estos premios? Por otra, es imposible no detenerse, así sea brevemente, en la significación que tiene para la cultura hispánica la existencia de una institución como la Fundación Príncipe de Asturias. El tema merecería una meditación amplia y profunda; no es esta la ocasión ni yo soy la persona más indicada para intentarla. Me conformo con ofrecer a ustedes, apenas, un puñado de reflexiones apresuradas. Me consuela pensar que, por más insuficientes que sean, al menos revelan unos sentimientos que, estoy seguro, comparten todos los premiados: la emoción y el agradecimiento.
Dos notas distinguen a los premios de la Fundación Príncipe de Asturias. La primera es la variedad: ocho premios que abarcan disciplinas y actividades diferentes, de las letras, las ciencias y las artes a la comunicación, la solidaridad, la cooperación y el deporte. La segunda: los premios pueden otorgarse a una persona, un grupo o una institución. Lo individual y lo colectivo: las obras que son el resultado de un esfuerzo solitario y las realizadas por un grupo, las que expresan una visión del mundo o del hombre y aquellas que exploran los secretos de la ciencia y el pensamiento, las que cumplen una función ética social y las que se emprenden por el beneficio general o en defensa de los individuos, los pueblos o los desvalidos. Todas estas obras y actividades pertenecen al dominio de lo que tradicionalmente se ha llamado la cultura, es decir, son hijas del cultivo de las ciencias, las humanidades y las artes; al mismo tiempo, corresponden a otra concepción de la cultura que se ha extendido tanto que es hoy la prevaleciente: cultura en el sentido antropológico, concebida como un conjunto de cosas e ideas, utensilios e instituciones, creencias y monumentos, costumbres y artefactos, obras y símbolos que, simultáneamente, constituyen a una sociedad y la definen frente a las otras. En esta acepción, cultura es inseparable de sociedad: es su fisonomía pero también es su esqueleto, las fuerzas que la mueven y las formas en que se expresa, la sangre que circula por sus arterias y el alma que la habita. La cultura es la sociedad y es su imagen, es su creadora y es su criatura, en ella se realiza y en ella se contempla.
Desde esta perspectiva, los premios de la Fundación Príncipe de Asturias, son algo más y algo distinto al simple reconocimiento de esta o de aquella obra científica o literaria: son signos que indican las diferentes tendencias y orientaciones de la cultura hispánica contemporánea, sus preocupaciones y sus limitaciones, sus conquistas y sus carencias, las zonas oscuras y las luminosas. Síntomas, señales e indicios de una situación colectiva, en la que el movimiento vive en perpetua lucha con la tradición y con lo que podría llamarse la fuerza de gravedad de las sociedades. Una cultura sana se distingue por un ligero desequilibrio, a favor del primero, entre el movimiento y la inmovilidad. Las sociedades y las culturas mueren, unas, las más, por la repetición y la autoimitación, que las condenan a la petrificación, y otras, las menos, despeñadas en el vacío por el amor excesivo al cambio. Esto último es el peligro que acecha a la civilización de Occidente: la técnica terminará por despoblar a la naturaleza como ha deshabitado a las almas... En fin, si se interpretasen correctamente los premios concedidos por la Fundación durante los últimos años y, sobre todo, si se les pusiese en relación unos con otros, se advertiría inmediatamente que dibujan una suerte de mapa moral e intelectual de nuestra cultura.
En espera de que alguien se decida a estudiar con ánimo antropológico e histórico los premios de la Fundación Príncipe de Asturias, me parece útil por ahora señalar otra de sus características. Es central y complementaria de la que acabo de mencionar: su ámbito geográfico. Este ámbito es, claro, el de la cultura hispánica, que se extiende a dos continentes. Geografía es historia y de ahí que la palabra Asturias, nombre de estos premios, no sea únicamente una designación geográfica. Alude, más que a una tierra, a un origen: aquí comenzó -o recomenzó- España. Una historia que principia en un pequeño reino entre montañas y de codos al mar, prosigue en una nación guerrera, se transforma en un imperio mundial y es hoy un Estado moderno que comprende varios pueblos y lenguas. Historia asimismo de una colosal expansión geográfica en cuatro continentes. A su vez, la pluralidad de tierras surgidas entre dos océanos resultó ser una no menos diversa pluralidad de pueblos y naciones. El mundo hispánico sorprende lo mismo por su vastedad física que por la variedad de razas y culturas que lo componen, algunas entre ellas milenarias, como las de Perú y México. Variedad, no heterogeneidad; hubo violencia y guerra, pero también fusión: la cultura hispánica es una y diversa.
La cultura hispánica reúne a pueblos distintos en una lengua común y en un conjunto de valores y costumbres. Lo mismo sucede en la cultura anglo-americana y entre los árabes, y los chinos. En el mundo chino la homogeneidad cultural y social es mucho mayor que entre nosotros; también lo es el peso de tres milenios de historia y la autoridad casi sagrada de una escritura que da unidad a la diversidad de hablas. En los países árabes, igualmente, la homogeneidad es mayor, debido sobre todo al predominio de los valores religiosos. Un absolutismo teológico ha inmovilizado a esas naciones. La mayor afinidad la encuentro con el mundo anglo-americano, que nació en la misma época que nosotros y que se extendió en el mismo continente. Ellos son la proyección de una isla; los hispano-americanos y los brasileños de una península. Dos extremos de Europa. Tanto en los Estados Unidos como en América Latina, una misma lengua -el inglés, el español y el portugués- comunica a pueblos de distintas razas y orígenes. Esta semejanza no oculta una diferencia radical: la distinta evolución histórica de angloamericanos y de hispanoamericanos. La historia de Estados Unidos ha sido la de un ascenso en verdad deslumbrante; la de España y sus antiguas posesiones, desde finales del siglo XVII, ha sido difícil y nuestros tropiezos han sido frecuentes.
Los historiadores aún disputan acerca de las causas de los desfallecimientos de los pueblos hispánicos en la edad moderna. Sea cual sea la razón, lo cierto es que abrazamos a la modernidad tardíamente, en medio de conflictos ideológicos y de guerras civiles que interrumpieron nuestra evolución. Ustedes, los españoles, al fin han alcanzado la modernidad. Ha sido una gran victoria, aunque la modernidad se enfrente hoy a situaciones impensables hace cincuenta años. Muchos de los principios que la acompañaron al nacer, con la ilustración, y que son su fundamento, han sido y son cruelmente negados en este terrible fin de siglo. La modernidad en los orígenes fue un universalismo y hoy asistimos a la resurrección de feroces nacionalismos y obtusos fanatismos religiosos. Y lo más grave: hay un gran vacío en el corazón mismo de la civilización tecnológica. Nadie sabe que nos espera. Pero ustedes están mejor armados que nosotros para afrontar el porvenir. Tal vez el secreto del gran logro histórico de la España contemporánea -y lo que explica su pacífica transición hacia la modernidad democrática- consiste en haber unido la antigua institución monárquica con la democracia liberal representativa, es decir, ustedes han conseguido reconciliar tradición y modernidad. Así han cancelado la disputa que desgarró a España durante el siglo XIX y buena parte del XX. En cambio, las naciones latinoamericanas, desde la independencia, no han podido alcanzar plenamente el equilibrio entre tradición y modernidad, única manera de romper el círculo fatal que nos ha llevado durante dos siglos de la dictadura a la anarquía y de ésta otra vez a la dictadura. No obstante -y sin desconocer que hay todavía sombras en nuestras tierras- creo que la esperanza, por primera vez en muchos años, está justificada: América Latina se recobra y la mayoría de nuestros países se encaminan hacia formas de gobierno más democráticas y plurales. México vive un intenso período de modernización que no será fácil detener; lo mismo sucede en Chile; la Argentina se endereza y en casi todas partes se inicia la recuperación.
La institución de los premios Príncipe de Asturias ha sido una muestra de sensibilidad histórica. Han contribuido y contribuyen poderosamente a fomentar lo que más falta nos hace: la conciencia de nuestra identidad y la confianza en nosotros mismos. Son un signo de reunión, una llamada que nos reconcilia con nuestro pasado y una invitación a ser lo que somos. Sin embargo, es imposible encerrarlos en las fronteras de la comunidad hispánica, pues las obras y las actividades premiadas son universales y transcienden las fronteras nacionales y los límites de las culturas. Las ciencias no tienen patria o, más exactamente, su patria es el entendimiento humano, que está en todas partes y no pertenece a ningún lugar: brota ahí donde sopla el espíritu. Las leyes científicas carecen de color local y las ecuaciones no tienen papeles de identidad. Se me dirá que las obras literarias están hechas de palabras; cada pueblo y cada cultura posee un lenguaje que es distinto al de los otros pueblos y culturas. Es cierto. Pero cada lenguaje es una visión del mundo y cada una de esas visiones es una ventana abierta a los otros lenguajes. Dicen que el alma eslava es misteriosa e incluso impenetrable; no obstante, gracias a Dostowieski y a Tolstoi, puedo conversar silenciosamente con Iván Karamazov o llorar y reír con Ana Karenina. La poesía, se dice, es intraducible. No estoy muy seguro; en cambio, sí lo estoy de que la historia de la poesía en todas las lenguas, y particularmente, en la época moderna, es la historia de muchas traducciones: Darío es impensable sin Verlaine, Eliot sin Laforgue y así sucesivamente. ¿Y la artes visuales y la música? Cada una de esas obras, si en verdad es obra, es un universo cerrado que de pronto se abre, no como una frontera sino como un fruto o un astro. Para penetrar en sus cámaras secretas no necesitamos un visado: basta con amarlas y contemplarlas. Lo mismo puede decirse de las otras actividades que premia la Fundación Príncipe de Asturias, trátese de la comunicación, de la solidaridad social o del deporte. Los premios, sin dejar de ser un reconocimiento a las obras de la comunidad hispánica, van más allá de esa comunidad: reconocen la universalidad del ingenio humano y de la virtud, que es de todos los hombres. En esta hora sombría de regreso de los nacionalismos, los premios de la Fundación Príncipe de Asturias nos recuerdan que cada obra está hecha por un hombre o por un grupo de hombres, pero que su destinatario es plural: los hombres.
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